Quizá no era tan mala idea, allá por los ochenta cuando cursaba la EGB,
aquello de ponernos a los niños a leer, sin conocimiento ni vocación,
las grandes novelas de la literatura española. Y digo que quizá no lo
fuese porque, a pesar del enorme esfuerzo que suponía y de que apenas
nos enterábamos ni de la mitad de lo que leíamos, al menos, en la
mayoría de los casos, se quedaban en la memoria los trazos generales de
las obras, la impresión primera que siempre queda de una lectura y la
visión global de lo estudiado que, al abordarse en grupos de novelas,
permitían unos años después recordar, por ejemplo, que Fortunata y Jacinta, La Regenta y Marianela, pertenecieron al mismo período narrativo.
El
gusto por leer, sin embargo, era otra historia a la que sin duda no
contribuían cuando nos obligaban a memorizar años de nacimiento y
defunción, o cuando, por miedo al profesor, fingíamos reverencia hacia
nombres que nada significaban para nosotros, o cuando mentíamos,
directamente, al preguntarnos si habíamos leído el libro. Mentira en la
que te podías estar jugando un suspenso, si el profesor te sacaba a
preguntarte.
Es verdad que se adquiría culturilla, aunque fuese
en los rasgos más superficiales, y también había a quien le encantaba la
lectura, incluso de las obras más antiguas, pero en mi caso lo cierto
era que para disfrutar de una novela o para saber valorarla me hacía
falta una de estas dos cosas: que la historia me resultara interesante, o
un poquito de madurez que me permitiera comprender la obra y empatizar
con el autor. Claro está que con diez o doce años el segundo requisito
no lo cumplía, y respecto al primero no lo llegué a encontrar en ninguno
de los tantos libros venerados de nuestro patrimonio cultural. Así que
podemos decir que no me enganché de ninguna forma al estudio de la
literatura. Ni me interesaba, ni me gustaba, ni le encontraba aliciente
alguno.
Luego llegó el instituto, que era más o menos lo mismo
sólo que multiplicado. Nombres, fechas, títulos. Aprender de memoria los
grandes logros de cada obra y, también, los pensamientos e intenciones
que, según el autor o autores del libro de texto (y con los que a menudo
discrepaba), tenía el escritor en el momento de crearla. Es decir, nada
que me interesara. O al menos nada que me ayudara a acercarme a ellos, e
hiciera que esos genios creadores, encumbrados al estado divino de
inmortales de la literatura, bajaran al nivel terrenal para poder
comprenderlos cara a cara, como personas que fueron, al igual que yo.
De
algún modo, sin embargo, conseguí salir airosa de aquellos años de
educación sin leer más que algunas páginas sueltas y algún que otro
resumen ajeno, y casi ninguno de aquellos “tochos infumables” (así era
como los llamaba) al completo. Tampoco había adquirido el hábito de leer
(que no sé lo que es pero dicen que existe), ni -he de admitir- me
preocupé por adquirirlo. Así fue transcurriendo el tiempo y así
llenándose cada vez más mi ignorancia sobre el mundo literario, de modo
que cuando fui libre de elegir, no quise leer.
Amigos,
familiares, gente cercana, la gran mayoría leían a menudo. Casi todos
obras de escritores contemporáneos. Bestsellers, Premios Planeta o
literatos reconocidos. Daba igual. Ellos leían y yo no. Lo cual tampoco
era tan grave (hay mucha gente que no lee), pero todos daban por sentado
que a mí que me gusta escribir, me gustaría también leer y, por afición
a las letras, sabría del tema más que ellos. Y yo, por vergüenza y
miedo, fingía y ocultaba mi secreto.
Aquello duró muchos años.
Tantos casi como los que tengo. Tampoco -lo sé- es algo de lo que uno
tenga que avergonzarse, pero me afectaba un poquito. Me sentía en
desventaja en las conversaciones. Inculta. Ignorante.
Lo más
curioso, y por liar un poco más el tema, es que los libros me encantan.
Adoro que me regalen libros. Disfruto paseando por las librerías. Ojear
los tomos. Hojearlos. Leer algunas páginas. Imaginarme lo que guardan
dentro. Pero cuando me siento con ellos de veras y nos hablamos de tú a
tú, la gran mayoría me cansa enseguida.
Para colmo, lo único que
he conseguido devorar con avidez son novelas románticas, de esas
facilonas y predecibles. En fin, bochornoso. Pero aquí estoy, fuera de
ningún escondite y asumiendo que me gusta mucho escribir, pero no leer. O
por lo menos no aquello que me lleve demasiado tiempo. Me gustan las
historias cortas. Disfruto a menudo con posts, poemas y relatos breves.
Pero me cansa sobremanera una novela larga.
Estos últimos dos
años, sin embargo, ha ocurrido algo significativo. Matriculada en
Filología Hispánica (no es por castigarme, es que me encanta la Lengua)
no me ha quedado más remedio que afrontar lo que he venido evitando
tanto tiempo y ponerme a estudiar realmente literatura. Pero cuál ha
sido mi sorpresa cuando, al encarar los libros de Textos Literarios,
esperando encontrar la resabida lección de biografías y bibliografías,
no se me ha pedido memorizar ningún autor, ni estudiar al dedillo fechas
o publicaciones. El enfoque actual (o el orientado a los adultos, no lo
sé), ha sido el de la comprensión de las épocas, modas y pensamientos. Y
me he encontrado disfrutando (y sorprendiéndome por ello) al leer los
textos y estudiar los temas. Evaluando con mi propio criterio, bajo las
circunstancias de las diferentes corrientes y con los recursos
lingüísticos aprendidos, cada novela y cada autor. Y me he encontrado
con que, bajo mi perspectiva subjetiva, pero aplicando conocimientos
objetivos, he encontrado en cada obra un punto de unión con sus
personajes y su autor, de una forma íntima y personal. Y se ha producido
el milagro: por fin le he encontrado el gusto al estudio de la
literatura, ya sea porque tengo la madurez adecuada, porque el enfoque
académico es el correcto o por la actitud con que lo he enfrentado. El
hecho es que incluso me están entrando ganas de leerme todos los libros
que llevo de retraso.
Tampoco voy a entusiasmarme demasiado (sé
que nunca llegaré a ser una lectora adicta) pero me reconforta comprobar
que entre los libros y yo comienza a gestarse, gracias al estudio, una
bienvenida reconciliación.